Seguimos eligiendo a los mismos con otro nombre

En qué momento renunciamos a la idea de que los miembros del Congreso (y de todas las ramas del Estado, por cierto) deben cumplir requisitos de idoneidad mucho más estrictos que los razonablemente exigidos a cualquier colombiano? ¿Es ingenuo preguntarse eso? ¿Debemos resignarnos ya a que las instituciones estén siempre acompañadas de dudas razonables, condenadas a cargar una legitimidad constantemente cuestionada?

Los partidos anunciaron esta semana, con bombos y platillos, la inscripción de sus listas de candidatos nacionales al Senado y regionales a la Cámara de Representantes. Se habló de renovación del Congreso, institución con una de las tasas más bajas de credibilidad en el país. Se prometió combatir la corrupción, devolverle el lustre al parlamento, símbolo actual de todo el descontento nacional con la política tradicional.

Pero, acompañando esos discursos, llegaron listas plagadas de candidatos cercanos a políticos con serios cuestionamientos encima. Es decir: la misma historia de siempre.

Según un informe presentado por la Fundación Paz y Reconciliación, son más de 30 los candidatos herederos del caudal electoral de otros congresistas y políticos que han enfrentado cargos por parapolítica y otros hechos cuestionables.

Por ejemplo, Richard Aguilar, candidato al Senado por el Partido Cambio Radical, es hijo de Hugo Aguilar, condenado a nueve años por la Corte Suprema de Justicia por sus relaciones con el bloque Central Bolívar. Busca reemplazar a su hermano en el parlamento.

Luis Emilio Pato Tovar, candidato a la Cámara de Representantes por el Centro Democrático, es heredero político de Julio Acosta, condenado por concierto para delinquir.

Antonio José Correa, candidato al Senado por Opción Ciudadana, es heredero de Enilce López, la Gata, condenada por el delito de lavado de activos, homicidio y nexos con las Auc.

El hijo del condenado por homicidio Kiko Gómez también busca llegar al Senado. Álvaro Ashton, recientemente capturado, quiere dejarle su curul a su sobrina política, Laura Fortich. Algo similar buscan el Ñoño Elías y Musa Besaile, que apoyan las candidaturas de sus respectivos hermanos.

Como explica el informe, “se nos ha reprochado, siempre que presentamos estas listas, que incluyamos a personas jóvenes o recién llegados a la política que no han sido condenados o no tienen procesos judiciales y su aparición en las denuncias obedece a sus vinculaciones familiares. Se nos dice que no hay delitos de sangre. Respondemos siempre que derivan sus votos y su poder de esos nexos familiares y por eso los incluimos”.

Estamos de acuerdo. Si bien todos los familiares de condenados e investigados tienen el derecho a la presunción de la buena fe y el debido proceso, otro asunto muy distinto es si deberían poder participar en el debate electoral. La respuesta debe ser negativa. ¿Acaso esperan que creamos que los hijos de alguien condenado por parapolítica, con un apellido conocido gracias a esos actos ilegales, no se va a ver impulsado por las alianzas de sus parientes? ¿No sería mejor combatir la corrupción y la ilegalidad con la amenaza de la muerte política, no sólo para el implicado directo, sino para todos sus amigos cercanos?

Nos vuelven a fallar los partidos políticos, que se rehúsan a ejercer su rol como filtro de idoneidad. Sus promesas, como tantas veces en la historia nacional, se ven opacadas por la realidad de los hechos.

Editorial del diario El Espectador




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